El fútbol en los tiempos de Pablo Escobar
POR WALDEMAR IGLESIAS, Clarin, Buenos Aires
En los
años ochenta y principios de los noventa el narcotráfico puso sus pesadas manos
en el fútbol. Hubo arreglo de partidos, amenazas, el crimen de un árbitro,
secuestros y muchísimo dinero. También competencia entre los Carteles de Cali y
de Medellín.
A Gonzalo Rodríguez Gacha todos lo
conocían por un apodo, El Mexicano. No era azar ni casualidad: el segundo del
Cartel de Medellín era un admirador de la cultura azteca. Y señalan que de ella
hablaba con frecuencia. Sólo una cosa le agradaba más: que Millonarios de
Bogotá ganara cada domingo o cualquier día que jugara. El fútbol era su
berretín favorito. Y lo compartía con Pablo Emilio Escobar Gaviría, El Patrón,
su socio en el oscuro negocio del narcotráfico. Juntos eran capaces de ideas de
asombro: contrataban futbolistas profesionales -cada uno por su lado- y armaban
desafíos en la Hacienda Nápoles, el inmenso refugio de Escobar. Los trasladaban
en avión, les pagaban cifras obscenas en efectivo y les ofrecían todas las
comodidades requeridas. Por allí pasaron varias de las figuras de los días
dorados del seleccionado colombiano, los que abrieron las puertas del Mundial
de 1990 y hasta los que participaron del Cinco a Cero Monumental. Los dos
narcos podían apostar dos o tres millones de dólares por partido con la misma
naturalidad que cualquier otro paisa pasaba por el almacén de la esquina. Para
ellos era casi un vuelto. Por esos días de los años ochenta, la revista Forbes
los ubicaba entre las diez personas más ricas del mundo.
La siguiente escena sucedió mientras la
policía los perseguía a Pablo Escobar y a uno de sus principales sicarios Jhon
Jairo Velásquez Vásquez, El Popeye. Ambos estaban armados y acorralados. El
Patrón no parecía nervioso, a pesar de la circunstancia. Tenía una radio
portátil pegada a un oído. El diálogo sucedió entonces:
-Pope, pope…
-Diga, Patrón.
-Gol de Colombia.
La anécdota la contó el propio sicario
en cuestión en el contexto del estupendo documental Los dos Escobar, presentado
en 2010 por los hermanos Jeff y Michael Zimbalist. Resulta también un retrato
del significado que el fútbol tenía para Escobar y para varios de los capos
narcos.
Los barrios postergados de Medellín eran
un territorio fértil para Escobar en los tiempos en los que aún pretendía
mostrar su máscara de hombre respetable. Allí llegó a edificar, sobre las
cenizas de un incendio devastador, un barrio entero que tuvo y tiene dos
nombres: Medellín sin Tugurios se bautizó al nacer, pero todos lo comenzaron a
llamar luego por el nombre de su fundador, Pablo Escobar. El Patrón tenía un
modo de seducir en los rincones rezagados: construía campos de fútbol que
parecían propios del ámbito profesional. Hizo más de cincuenta. De allí también
se podían reclutar sicarios.
De todos modos, el principal vínculo de
Escobar con el fútbol se dio a través de su intervención en los dos equipos de
su ciudad: el Deportivo Independiente de Medellín y el Atlético Nacional. Pero
no fue el único narcotraficante en esa búsqueda. El Mexicano asomó la cabeza en
el Millonarios, a principios de los ochenta. Era su juguete. En una
investigación realizada en 2012, el diario El Tiempo contó un detalle que sirve
de espejo: “Algunos recuerdan cómo transportaba a decenas de invitados en buses
de la Flota Rionegro y de Expreso de Oriente para que vieran jugar al ‘Ballet
Azul’ en su finca Chihuahua, en Pacho. El equipo rival, capitaneado por él
mismo, incluía a Gilberto Rendón y a los hermanos Rojas, sus gatilleros de
cabecera”. Rodríguez Gacha -además- tenía debilidad por los futbolistas
argentinos: contrató, entre otros, a Pedro Alberto Vivalda, José Daniel Van
Tuyne, Juan Gilberto Funes, Alejandro Barberón y Marcelo Trobbiani. Pagaba
mucho, en dólares y ofrecía un premio especial por cada gol que le gustaba. Con
la lógica del billete fácil consiguió ver a su equipo bicampeón 87/88. Un año
después, Rodríguez Gacha murió a manos de la policía.
El fútbol era una estupenda posibilidad
para una tarea fundamental del crimen organizado: lavar el dinero que procedía
del tráfico de cocaína. Los jugadores y los entrenadores cobraban cifras
propias de Europa, llegaban figuras del exterior, los espectadores llenaban
estadios. Y casi nadie preguntaba nada. Los hermanos Rodríguez Orejuela
-líderes del Cartel de Cali- eran dueños de todas las decisiones en el América,
ese que ganó cinco Ligas consecutivas y llegó a tres finales de la Copa
Libertadores entre 1982 y 1987. En aquel equipo se destacaban Julio Falcioni,
Roberto Cabañas y Ricardo Gareca. Entrevistado por el diario El Universal, de
México, Fernando Rodríguez Mondragón -hijo del narcotraficante Gilberto
Rodríguez Orejuela- contó en 2009: “Se conformó un equipo casi invencible que
se paseó todos los estadios de Colombia no solamente con sus grandes jugadores,
sino con el dinero que había producto del narcotráfico, el cual también influyó
en ciertos resultados cuando empezaron a pagarles a los árbitros dinero para
que favorecieran al equipo”.
La rivalidad entre los dos grandes
carteles de la droga -Medellín y Cali- se trasladó al fútbol. Pablo Escobar
quería que el Atlético Nacional fuera motivo de orgullo para el pueblo paisa.
En 1988, su socio El Mexicano había celebrado a todo lujo y orquesta la
consagración del Millonarios. Atlético -que no salía campeón desde 1981,
tiempos de Osvaldo Zubeldía como entrenador- fue el subcampeón y también
accedió a la Libertadores. El año siguiente fue un síntoma de la sociedad y del
fútbol colombianos: la tragedia y la gloria; la violencia y el festejo.
Las mafias del narcoterrorismo y de las
apuestas fueron a fondo en 1988 con el anticipo de lo que vendría. En noviembre
secuestraron al árbitro Armando Pérez. Le comentaron -por si no sabía- el
significado de la ley primera de los carteles: “plata o plomo”. Es decir: o
acepta el dinero o muerte. Le dijeron que iban en representación de seis
clubes. Justo un año después, tras un encuentro entre el Independiente de
Medellín y América de Cali fue asesinado por sicarios el árbitro Alvaro Ortega.
Según contó El Popeye ese crimen nació de una orden de Pablo Escobar. Estaba
disconforme; entendía que el juez lo había favorecido al equipo caleño. Por
primera vez en la historia de la Liga de Colombia, se suspendió la competencia.
No hubo campeón. Pero sí un dato que cuenta aquellos días bravos: entre los
seis equipos que a esa altura permanecían con posibilidades, estaban los cuatro
que regenteaban los principales narcos del país, los dos de Medellín,
Millonarios y América.
En ese 1989 de tantos dolores y tantos
vértigos, el Atlético Nacional consiguió lo que ningún otro equipo colombiano
hasta entonces: ganar la Copa Libertadores. En el ámbito narco la lectura era
otra: el deseo que tenían los Rodríguez Orejuela lo cumplió Pablo Escobar.
Dirigido por Francisco Maturana, con René Higuita, Andrés Escobar y El Palomo
Usuriaga entre sus figuras, se armó para ser campeón. Y jugaba como tal
frecuentemente. Sin embargo, sostienen -rivales, periodistas, allegados- que
también contaron con cierta complicidad arbitral, cuanto menos ocasionalmente.
Al año siguiente, también por la Libertadores, el ábitro uruguayo Daniel
Cardellino presentó un informe ante la Confederación Sudamericana en el que
confesó recibir amenazas de muerte y una oferta de dinero (20.000 dólares) para
favorecer a Atlético Nacional ante Vasco da Gama. El partido en Medellín lo
ganó 2-0 el local y fue anulado. Se volvió a disputar en Santiago de Chile y el
equipo colombiano, que jugaba muy bien más allá del contexto, volvió a
imponerse, pero 1-0, y pasó a las semifinales. A consecuencia de ese episodio
el fútbol colombiano fue sancionado: sus equipos no pudieron disputar
competiciones internacionales en condición de local hasta 1992.
Ya en 1991, el líder del Cartel de
Medellín se entregó voluntariamente a cambio de la promesa de que no sería
extraditado a los Estados Unidos. Desde la cárcel, que se llamaba La Catedral,
El Patrón seguía siendo el patrón. Y mandaba afuera y ordenaba adentro. En una
ocasión, organizó un partido de fútbol para honrar a la Virgen de las Mercedes,
patrona de los reclusos. A la cita fueron varios futbolistas de la región.
Entre ellos, Higuita. El arquero pagó con rechazos -sobre todo de los medios y
de las autoridades- el precio de esa amistad peligrosa.
Andrés Escobar sabía bien quién era
Pablo Escobar. Y en su condición de figura del Atlético Nacional conoció la Hacienda
Nápoles, ese mundito paralelo en el que cabía hasta un zoológico personal. En
el Mundial al que no pudo ir Higuita, el de 1994, Andrés cometió un error
impropio de su condición de crack: frente a Estados Unidos convirtió un gol en
contra que significó la eliminación de Colombia, aquella de los días de oro. Al
regreso, lo esperaba un espanto. Lo escribió el periodista Daniel Coronell en
la revista Semana, de Colombia: “Andrés Escobar tenía 27 años cuando lo
mataron. La madrugada de ese sábado, julio 2 de 1994, Humberto Muñoz Castro
desocupó el tambor de un 38 largo sobre la espalda del futbolista. Sucedió en
el parqueadero de una discoteca de Medellín donde Andrés había ido a conversar
con unos amigos y a tratar de olvidar el autogol”. Andrés había tenido un
altercado con los hermanos Pedro y Santiago Gallón Henao -los patrones de Muñoz
Castro- por aquel gol maldito. Ellos habían sido hombres de Pablo Escobar, a
quien traicionaron poco antes de que la policía lo encontrara y lo matara, en
1993. Con El Patrón en la tumba la violencia seguía latiendo. También en el fútbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario