El futbol brasileño está en los campos de tierra de los barrios de ese inmenso país.
O sea, se quedó en casa, no fue a Londres.
El grupo de jugadores brasileños presentes en los Juegos Olímpicos, fue exactamente
eso, un grupo, que está reunido para cumplir un compromiso, burocráticamente.
Un grupo formado por individuos que no
tuvieron respetadas sus individualidades por el entrenador Mano Menezes que
privó al futbol brasileño de colocar en campo su alegría musical.
Ya durante la preparación del equipo, Menezes escribio
la partitura quitándole a Neymar el bailado de sus pies, ese bailado que hizo de
ese joven una réplica de Garrincha en campo, con gambetas desconcertantes, con
los cortes para afuera, para adentro, con sus piques sorpresivos, con sus
paradas más sorprendentes aún; con esa “indisciplina” que solo a los grandes
les es permitida dentro de la cancha.
No, el entrenador brasileño, acompañado por
algunos opinadores brasileños, pidió a Neymar que dejara la individualidad en
nombre del colectivo.
Se equivocaron, porque una selección de futbol
es la suma de talentos individuales con libertad para mostrar
en la cancha todos los argumentos técnicos que Dios les dio. Sin privaciones.
Ningún entrenador o periodista tiene el derecho
de pedir que un jugador deje en el camarín la libertad de realizar lo que saber
hacer: jugar al futbol con alegría, con emoción.
El futbol
brasileño necesita volver a sus orígenes.
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